Tuesday, April 15, 2008

Tomates y cicatrices




Cuando el cuchillo roza la tersa piel del tomate y no consigue ni siquiera rasgarla, me veo obligada a cambiar de táctica y amenazar al vegetal con algo más afilado. La nueva hoja penetra suavemente en la piel, la rasga, y su color me devuelve, durante el segundo más corto, aquellos destellos rojizos que para mi significan alegría y me abstraen de la realidad y aunque solo sea durante un segundo, me devuelven a los labios una sonrisa tímida cargada de tristeza.


Recuerdo su primera visita, ¿Cómo olvidarla?
Llegaron los militares al pueblo una soleada tarde de agosto, las pequeñas casas blancas resplandecían bajo el cielo abrasador. Ni una mariposa se atrevía a romper la extraña quietud que se respiraba aquél día.
Eran tres, no recuerdo si llegaron antes los gritos o el miedo. La memoria manifiesta sus caprichos enturbiando mis recuerdos pero hay imágenes que no se borrarán jamás. Cuando ellos entraron en el pueblo sentimos que con ellos entraba la muerte. Llevaban cientos de pecados a sus espaldas, sangre y vidas arrancadas pero a juzgar por su altivez no parecía pesarles demasiado. Unas cuantas mujeres gritaban mientras corrían a refugiarse a sus casas. Yo me quedé inmóvil, presa de una mezcla de terror y curiosidad que me impedía reaccionar. Entonces llegó hasta mí, y me miró a los ojos. Sus ojos encerraban el otoño, un camino infinito, el más largo que pueda imaginarse. Me tendió la mano y me levantó. Me invadió una paz extrema rota por los gritos de mi madre que temía lo peor. En seguida se presentaron y la gente empezó a salir tímidamente de sus casas, como si una tormenta de tres días hubiera acabado al fin. Venían a protegernos, no querían hacernos daño, pero nadie parecía creerles. Los días que pasaron en el pueblo fueron extraordinarios, recuerdo cuando regresaba del campo y le enseñaba mis libros. Al principio los hojeaba con indiferencia pero advertí un interés creciente. A veces, y estando conmigo, se ausentaba. Parecía viajar con la mente a otro sitio, hablar con otras personas, parecía que esperaba y respiraba con pesadez un aire cargado de melancolía. Pasábamos largas horas en silencio, pues no era un hombre de muchas palabras, pero no hacía falta llenar aquellos vacíos. Una mañana vino temprano, sus ojos de otoño brillaban de forma distinta. Supe lo que iba a suceder, le tendí el libro que habíamos estado leyendo. Guardó los versos del Capitán y sin mediar palabra se marchó. Sus compañeros siguieron en el pueblo durante muchos años más, cuando yo me fui ellos aun seguían allí.
No puedo decir que sea tristeza lo que sentí, era más bien una pérdida. Más profundo que un sentimiento, inescrutable como la mente de un loco, inevitable como la muerte.


Cuando el tomate se abre por fin, y su jugo corre por mis manos, un golpe de aire me devuelve la fría realidad de la única vida que fui capaz de vivir.

Vuelve cuando haya cerrado la puerta, aunque fuese yo la que te obligó a caminar. Ven, porque donde esté yo siempre estarás, conmigo.